Época:
Inicio: Año 1800
Fin: Año 1850

Antecedente:
Pintura española del siglo XIX
Siguientes:
Etapas de una vida
Lo religioso y lo profano
La estela de Vicente López

(C) José Luis Morales



Comentario

Las excelentes aptitudes para el dibujo que se observaron en Vicente López desde la niñez, bajo la dirección de su abuelo, un modesto pintor de temas religiosos, animaron a sus familiares para que ingresase en la Academia de San Carlos, lo que hace en 1785, a los trece años, recibiendo las primeras enseñanzas del franciscano padre Antonio de Villanueva. Cuatro años más tarde obtiene el primer premio de la sección de pintura por su lienzo Tobías el Joven restablece la vista de su padre -Museo de Valencia-, y en esa misma fecha consigue igualmente el premio de primera clase por sus asuntos bíblicos: El rey Ezequiel hace ostentación de sus riquezas y Visita Nicodemus al Señor la noche de la Pasión y le reconoce por Dios.
Recibe por ello la cantidad de cuarenta pesos y una pensión para ampliar sus estudios en la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, consistente en seis reales diarios. La llegada de López a la Corte tiene lugar en un momento en el que los postulados del arte de Mengs, defendidos por Francisco Bayeu, dictan en la Academia. Mariano Salvador Maella y Gregorio Ferro son los profesores que más van a influir durante esta etapa en la obra de nuestro artista. Sobre todo el primero, en cuanto a la producción de pintura religiosa se refiere. En 1790 obtiene el primer premio de la Academia con el cuadro Los Reyes Católicos recibiendo una embajada de Fez.

A su vuelta a Valencia, es elegido académico de mérito de San Carlos y teniente director de la sección de pintura, a la jubilación de José Camarón. Casa entonces con María Piquer, de la que tendrá dos hijos, que también serán pintores, Bernardo y Luis. En 1814 muere su esposa y Fernando VII lo hace llamar a la Corte, a donde se traslada en calidad de Pintor de Cámara, siendo al poco tiempo designado Primer Pintor, en sustitución de Mariano Salvador Maella. Toda una vida de triunfos, distinciones y envidiable situación económica será la larga trayectoria de su dilatada existencia en Madrid hasta su muerte, ya casi octogenario.

Como ya se ha indicado, la primera formación de Vicente López, transcurre en la Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia. Sus maestros vienen a representar, momentáneamente, el final de una larguísima tradición que hace de la región valenciana la más regular en lo que se refiere a creatividad artística de los espacios geográfico-históricos que configuran un arte nacional.

Con el bagaje de la exigencia de un dibujo preciso, la minuciosidad en la colaboración y un sentido del color condicionado por la luz, nuestro artista se traslada a Madrid. Aquí, Maella dejaría en él su impronta, sobre todo en lo que a la pintura religiosa se refiere, pero sería Ferro el artista que más iba a colaborar en una formación cuyo poso se transformaría en constante fundamental a lo largo de su prolongada trayectoria vital. Y sobre ellos, o mejor dicho, por medio de ellos y de la obra conservada, Antonio Rafael Mengs, al que inmediatamente estudiaría analíticamente, copiando su Magdalena y su San Juan Bautista, versiones que enviaría como trabajos de pensionado a Valencia.

De los discípulos o seguidores de Mengs recibe López directamente los postulados artísticos que marcan el inicio de un camino en busca de la consecución de la belleza ideal y de la perfección por medio de ese clasicismo ya adulterado en sus esenciales premisas winkelianas, que el bohemio había dejado con más sentido ideológico que preocupación plástica. Por tanto, la línea seguida por la Academia en los años en que López asiste como alumno, corresponde a la influencia ideológica que Mengs ha dado de una corriente estética que se ha quedado en la palabra. Porque se trata de un programa donde manda más lo teórico que lo plástico.

Esto lo tendríamos como ejemplo en los frescos que Bayeu -discípulo de Mengs- había realizado en el claustro de la catedral de Toledo, donde el aragonés es capaz de dejar claramente de manifiesto cuanto se apunta. De este modo, Vicente López se ve arrastrado por el momento, pero prevaleciendo en él una serie de enseñanzas barrocas y academicistas que consigue adaptar a unos esquemas absolutamente personales, que al llegar los primeros aires del Romanticismo no le impiden reaccionar igualmente de una manera autocrítica. Resulta de ello no sólo una adopción de elementos, como se ha querido ver, sirio una evolución ante la nueva tendencia decimonónica.

Es en el retrato, sin duda, donde Vicente López alcanzará sus más altas cimas, colocándose a la cabeza de una escuela de pintores que, a lo largo de la nueva centuria, van a encontrar en este género su principal punto de atención.

Al contrario de lo que generalmente viene a ocurrir en su momento, López no persigue en estas obras un ideal estético, ni trata de darle forma. Por el contrario, es él quien recoge la visión exacta del retratado, aislándola en el lienzo, persiguiendo el halo del personaje pero sin excluir la búsqueda de la persona retratada. Pero ello por un camino muy singular que nada tiene que ver, por ejemplo, con la indagación de un Canova, quien trata de hallar la sublimación del hombre o de la mujer que tiene frente a sí, elevándola trascendentalmente. La plasmación de un entorno certero, de una penetración psicológica que alcanza siempre la parte noble del retratado, es el gran logro de Vicente López.

Al artista, por tanto, y en contra de opiniones ya trasnochadas -después de nuestras últimas revisiones en monografías, y sobre todo con la muestra celebrada en el Museo Municipal de Madrid en 1989- no le interesa menos la aventura que supone esa penetración psicológica en el modelo que la consecución de su realidad exterior, de su personalidad pública. Y no es sólo el parecido la respuesta a una trayectoria o a un título de nobleza con lo que de condecoraciones, sedas, joyas o encajes lleva consigo en aquel momento lo que a López le interesa poner de manifiesto, lo que los demás ven superficialmente en el nombre y apariencia del personaje retratado -más que su mismo espíritu- lo que el pintor nos lega.

Por tanto, sus cuadros nunca pueden resultar vacíos o acartonados, como una impronta de secuencia teatral, sino que responden a una significación social, pero sin perder el carácter y aliento humanos del retratado. De esta forma, López llega a obtener una serie de fórmulas de encuadres compositivos que va plasmando con la precisión mecánica de los pintores válidos. Sabe, a partir de esa habilidad, infundir el sentimiento artístico en aquel resultado plástico, sin dejar en ningún momento de alentar con especial emoción.

De este dominio y maestría en el oficio tenemos testimonios del propio artista, como la carta dirigida a González Salmón en relación con el encargo del cuadro que hoy se encuentra en la embajada de España en Roma, y en la que López puntualiza al máximo se le facilite una serie de datos para la ejecución del retrato de Fernando VII: "Se me hace preciso que Vuestra Excelencia se sirva hacer presente a dicho señor embajador, en primer lugar, que Su Excelencia envíe las dimensiones de longitud y latitud que debe tener ese cuadro con marco o sin él; la luz que necesita el sitio; el dosel donde ha de colocarse; si lo necesita por la derecha o por su izquierda y, muy particularmente, es preciso hacer presente a Vuestra Excelencia que el manto real que indica es desconocido en España, ni lo usan sus soberanos y si lo representan los pintores no pasa de ser una costumbre y no de la realidad, ni tenemos por tanto de donde copiarlo, y podría en este caso si vuestra Excelencia lo tuviese a bien, sustituir éste, bien con el de la Concepción o con el del Toisón de Oro que ambos son magníficos: todo lo cual es indispensable... igualmente que las medidas de alto y ancho podrían venir con una cinta de papel para que estemos seguros".